A vueltas con Bernoulli
Apurada la segunda copa de vino, la pregunta: “¿Y tú sabes por qué vuelan los aviones?”. La respuesta se repite de un ingeniero a otro. Todos se limpian los labios con una servilleta, todos invariablemente buscan papel y bolígrafo para explicar que, tal y como aprendieron en la Facultad, los aviones vuelan porque Bernoulli dijo que…
Tal y como aprendió en la Universidad, a nuestro Joachim le parece que los aviones se sustentan en al aire porque las alas tienen un perfil asimétrico, convexo por arriba y plano o plano-convexo por abajo. Al llegar al borde de ataque de este perfil, la masa de aire se divide en dos: el que va por debajo del ala no cambia sustancialmente su curso y velocidad, mientras que el que viaja por encima experimenta una aceleración y, al aumentar su velocidad, produce una presión negativa, porque ya lo dijo Daniel Bernoulli, un señor con peluca que, por cierto, expresó su ecuación en ausencia de viscosidad o rozamiento, y me temo que no en un espacio abierto, como el aire en el que se mueven las alas de los aviones.
Esa presión negativa justifica, según se dice por ahí alegremente, la sustentación aerodinámica. Permitidme que os diga que eso sirve para que un carburador inyecte combustible por depresión en una corriente de aire, pero no es verdad que permita la sustentación de artefactos voladores.
Para que eso fuera cierto haría falta que necesariamente las corrientes que viajan por encima y por debajo del perfil del ala se reunieran después en el mismo punto. Una prueba en el túnel aerodinámico demuestra que eso no es cierto (yo mismo lo he probado en una instalación doméstica): el aire que viaja por arriba recorre más distancia y llega más tarde. De hecho hay fricción entre ambas capas de aire nada más rebasar el borde de salida del perfil del ala, y de ahí que en aviones capaces de superar no sé qué velocidad se utilicen disipadores de electricidad estática.
Aun en el caso de que las moléculas de aire vecinas se separaran en el borde de ataque del ala y coincidieran en el mismo punto al llegar al borde de salida, la depresión resultante en la parte superior del ala no sería suficiente para sostener en vilo ni siquiera una avioneta ligera. No digamos un avión de 70 toneladas, que ateniéndonos a esa teoría necesitaría alas tan gruesas como alta es la catedral de Burgos. Podemos abarcar casi con la mano el grosor del ala de una pequeña Cessna. ¿Seguro que con la sola ayuda de Bernoulli y unas alas tan delgadas podemos poner en vuelo 500 kilos? ¿Seguro?
Por solidaridad de contertulio beodo no le planteé a nuestro ingeniero alemán la paradoja de los aviones acrobáticos, que tienen alas de perfil virtualmente simétrico y por lo tanto no tendrían permiso de Bernoulli para volar. A la altura de la quinta copa de vino a ninguno de los dos nos llegaba el verbo, en ninguno de los idiomas comunes posibles, para estar de acuerdo o llevarnos la contraria, ni en aerodinámica ni en pistones de baja fricción, que como es lógico era su tema favorito. “Paella”, “cerveza” y “siesta” ayudan poco en estos casos. Pero de eso (de aviones acrobáticos) bien podríamos hablar otro día.