Cinco minutos antes del accidente
6:00 AM. Arrancamos, mi mujer con el cinturón de seguridad bien ajustado la noche anterior, a la medida de su hermana (una talla menos) y, en sus brazos, nuestro hijo con dos años. En la parte posterior, otra cuñada, una amiga, nuestra hija de cinco años y su primito de la misma edad.
Los “minutos catastróficos” habían empezado a correr y, el R-8 TS, con los cuatro faros encendidos, a volar bajo. A la salida de aquel pueblo se extendían unas rectas que coronaban sobre el puente de un ferrocarril fantasma, con vías y estaciones por las que nunca llegó a circular ningún tren.
Desde lo alto del puente, la estrecha carretera descendía hacia una curva a izquierdas que a mí me pareció perfectamente negociable a la velocidad que llevaba. Mi error, no contaba con el arreglo que habían realizado en ella, extendiendo una capa de grava fina y poco asfalto en pleno radio. La falta de adherencia y las leyes físicas modificaron la direccionalidad de la trayectoria y…
6:05 AM. Recuerdo fugazmente el sobresalto de unos metros interminables por la cuneta, un montón de grava prensada contra el que íbamos a estrellarnos, el fuerte impacto y el tirabuzón mortal en el vacío, rozando alguna encina, para quedar panza arriba, sujetos los de delante colgados de los cinturones, los faros encendidos, la cara embotada por el golpe, pero la mente despierta haciendo la temida pregunta: ¿estáis bien?…
En plena oscuridad, una mujer descalza corriendo por el barbecho hacia una casa de aquella estación habitada por los fantasmas y el silencio. Vuelta a la carretera pidiendo auxilio y un camión Pegaso que hace de ambulancia, de regreso al punto de partida.
Después, la evaluación de daños, casi milagrosa: mi mujer un leve corte en una rodilla, el niño en sus brazos, con otro pequeñísimo corte en la parte inferior del dedo gordo de su pie derecho. En la parte trasera, mi cuñada, su hijo y mi hija sanos y salvos. Su amiga, con la clavícula y la amistad dislocada. El Renault 8 TS amarillo, retorcido como una babucha árabe, un siniestro total para tirar. Y… la garrafa de vidrio, intacta, afortunadamente en el desván de mi suegra.
Lo mío fue algo más serio, rotura de senos frontales, huesos propios y mandíbula fracturados, rostro tumefacto, que asustaba a quienes lo vieron, la huella oscura del cinturón de seguridad marcada casi a fuego en el pecho y, el traslado a Madrid en ambulancia, con susto incluido, por riesgo de colisión durante el trayecto al Hospital Virgen de la Paloma. Pronóstico muy grave. Las manos milagrosas del Dr. Vilar Sancho reparando el resultado de los “segundos catastróficos” hicieron el resto.
Cuando vives una situación traumática como aquella, tienes dos opciones: la de no volver a conducir por el miedo, o la otra. Cuatro décadas después, mi opción está muy clara. Yo elegí “mucha carretera por delante”.
NOTA: Viendo las fotos del R-8 TS siniestrado, todavía me cuesta creer que saliéramos todos vivos de aquel trágico suceso. Si hubiera accedido a llevar aquella garrafa de vidrio en el interior del coche, es muy posible que las consecuencias hubieran sido mucho más dramáticas. Fue el regalo de no aceptar el “regalo”. Uno nunca sabe dónde puede darse de bruces con la desgracia, así que, en el coche, no dejes nunca nada al azar.