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El perfume

Escrito por: Juan Francisco Calero - 4 abril 2012

El golpe no le pareció nunca tal. Se aplicó una suerte de anestesia mental desde los primeros segundos, y con el paso de los días, semanas, meses, la anestesia estabilizó su vida, a costa de convertirlo en un autómata sin alicientes.

Quizá esa compuerta puesta en el lugar equivocado, casi inconscientemente, fue lo que acabó por quebrarle bruscamente, cediendo súbitamente ante la presión acumulada.

Él era un creativo publicitario con más de 40 que había sido arrinconado hacia trabajos fáciles y rutinarios. En su mundo, pasados los 35 uno deja de tener la frescura y chispa necesarias para el oficio, le decían. O ya eres directivo, o no eres nadie. Ella, una ejecutiva de una multinacional del perfume y la cosmética, con una carrera más prolija y exitosa. Así que no es de extrañar que tras alcanzar una gran posición, aquél viaje de negocios a Nueva York terminara con un flechazo en la vernissage de una exposición. Aquel ingeniero yankee, escultor en horas libres, era irresistible. Ella volvió a Barcelona con un contrato fabuloso de expansión para su empresa, nuevo amante y ganas de soltar lastre.

El divorcio fue rápido y consensuado. Ella tenía prisa, y enseguida puso hielo de por medio “para hacerlo más llevadero”. Ni siquiera se molestó en pugnar por los bienes más preciados. El enorme piso junto a la plaza de Francesc Macià y las tres plazas de garaje fueron para él. Las niñas se marcharon con la madre. Ella ni siquiera se quiso llevar su coche,  ya que transportarlo y matricularlo en EEUU era un trabajo farragoso. Últimamente ni lo usaba, la empresa pagaba aves, aviones y taxis.

El coche de Ella era un Mini Cooper S descapotable de color rojo y con las dos típicas tiras blancas racing en el morro. A él, absorto en su monotonía diaria, jamás le había dado por conducirlo, a pesar de que era un gran amante de los coches. Se movía a menudo hasta a la agencia o a ver a los clientes con un 911 993 Carrera que se había comprador tras ganar para su agencia el concurso de la prestigiosa marca de perfumes y cosmética de su mujer. El bonus se invirtió en el Porsche. No fue lo único que ganó. Fue en esa presentación, ya hacía casi 20 años, donde se conocieron. También tenía un Volvo ranchera, con prefijo R, que usaban para los desplazamientos familiares.

Luego según Ella Él se hizo aburrido y previsible, y Ella quería más, y viajaba mucho y el fuego se había apagado, decía. Era una lástima por las dos niñas, pero eran chicas inteligentes y fuertes, y el viaje a EEUU les iba a abrir un mundo de posibilidades formativas impensable en Barcelona. Y estaba lo del idioma, también. Se verían una o dos veces al año, y con Internet ahora era más fácil, apostilló.

Además su nueva pareja tenía una casa en el campo junto a un lago y aquello era fenomenal. A él no le pareció mal, aunque realmente estaba bajo los efectos de una potente, estable, eficaz anestesia mental.

El 911 993 de Él empezaba a parecer una pieza de museo al lado de los Minis, los Audis A5, Los Cayennes, Touaregs y algún que otro Serie 3 potente o Boxster, los menos, que se veían por el garaje de la agencia en el día a día.

Así que una vez que Ella se fue, él siguió con su vida sin mayor aliciente. No tardó mucho en reponer, ése era el término certero, la ausencia de Ella con una nueva pareja, divorciada recientemente como él, que tenía casualmente dos niñas. Las tres, pareja y niñas, pronto se fueron a vivir al piso enorme cerca de Francesc Macià. Al cabo de poco tiempo su vida era exactamente como la de antes, con nuevas hijas y pareja.

Hasta que aquella mañanade domingo, con esa neblina gris, casi mugrosa que se instaura en Barcelona muchos días de entretetiempo, Él se levantó inusitadamente pronto. Casi como un autómata compró el periódico, compró algo de desayuno, respiró el aire fresco de la mañanade domingo cuando el aroma de los árboles todavía vence al humo. Pero ya no subió a casa.

En lugar de eso, se dirigió al garaje. Y en lugar de, como siempre, salir a pasear un rato con su 911 993 por la zona alta de la ciudad, se acercó a aquella plaza oscura de la esquina. Bajo la lona estaba el Mini Cooper que llevaba meses sin ser arrancado, siquiera tocado. Lo destapó. Metió la mano por el interior del paso de rueda, las llaves que Ella había dejado ahí, porque perdía el avión y no tenía tiempo de subir a casa, seguían en su sitio. Entró, se sentó a los mandos, se ajustó el asiento, y allí se quedó un buen rato.

Se sabe que estuvo tiempo porque algún vecino luego lo corroboró. Tenía la mirada perdida, la luz de cortesía encendida, vestía ropa de deporte, dijeron. Nadie supo cuánto tiempo estuvo allí, pero el caso es que más de un vecino, de camino del partido de paddle, de misa o de la compra de la prensa, lo vio dentro del coche, inmóvil.

En algún momento arrancó el coche aprovechando la salida o entrada de otro vecino, y se marchó.

Recorrió la Diagonal entera, desde Francesc Macià hasta el último semáforo que da vía libre a la A7 o a las carreteras de circunvalación. La calle a esas horas estaba virtualmente vacía, y el Mini Cooper se movió con agilidad, parece ser, entre la selva de semáforos en verde a que se enfrentó. Llegado al punto de decidir entre autopista y rondas, el Mini tiró hacia Ronda de Dalt, dirección Llobregat. Dejó los barrios obreros de Hospitalet y Cornellà a un lado y a otro, mientras la luz molesta entre las nubes le obligó a ponerse las gafas de sol. Se pudo ver en la foto de un radar. Tras pasar el puente que delimita Cornellà con el Prat, justo donde se mató Urruti tras una noche de juerga en Sitges, dejó el ritmo pausado y empezó a acelerar.

Lo sabemos porque en el siguiente radar, pasado ya el aeropuerto de El Prat y camino de Gavà, la velocidad era de 130 Km/h sobre un límite de 100. Ahí volvió a cambiar de carretera y se pasó a la antigua autovía de Castelldefels, llena de policías, dedicados en cuerpo y alma a multar a discreción a velocistas y a putas callejeras. Los radares sucesivos detectaron velocidades de 140, 150 y el último 173 Km/h. Ésta última patrulla, en la larga recta desde la que ya se divisan las Costas del Garraf, donde la noche tiene más vida que el día, dio la señal de alerta al coche camuflado para que lo interceptaran.

Pero no fue posible, el Mini Cooper siguió ganando velocidad, hasta que llegó al punto de decisión entre salir hacia la carretera de las Costas del Garraf, o seguir por la autopista de los túneles que horadan los acantilados. Optó por salir hacia las curvas. El marcador en ese punto ya rondaba los 200, y fue un milagro que no se topara con ningún coche en el tramo semiurbano que hay que recorrer entre la carretera y la rotonda que da acceso a las temidas costas del Garraf, ahora marcadas con línea continua desde el primer hasta el último metro, ya en Sitges, como un castigo perverso a la diversión.

Nadie sabe cómo negoció aquella rotonda. Al coche policial camuflado no le dio tiempo a llegar. El caso es que el Mini comenzó a devorar los virajes de la ruta de los acantilados a un ritmo bestial. En una de las ocasiones, cerca de la pequeña ermita frente a la cementera, adelantó a dos motoristas que notificaron que iba “a tope” y que tomaba las curvas ocupando todo el ancho de la vía, incluso “a donde no había visibilidad”.

El rastro del Mini Cooper se pierde en mitad del trayecto, donde la montaña y la roca pura se cortan abruptamente en acantilados que mueren en el mar. En una de las pocas rectas, de no más de 200 metros que hay en el camino, el coche salió de una curva y aceleró al máximo de lo que daban los 184 CV del motor. Quizá llegó a meter cuarta, o se quedó en tercera a fondo. La cuestión es que costó encontrarlo, porque no dejó huella alguna en el asfalto. Durante casi una hora la policía peinó la carretera sin rastro del Mini. Patrullas de los Mossos cortaron la carretera saliendo desde Castelldefels y Sitges, encontrándose en mitad del camino sin rastro del Mini, para perplejidad de unos y otros. O se había evaporado, o había caído al mar.

Un barco recreativo dio la señal de alarma. En una zona rocosa, de muy difícil acceso, había montones de piezas que parecían de un coche. Algunas rojas. También había humo.

El Mini Cooper jamás negoció aquella última curva, simplemente aceleró al máximo y siguió recto hasta salirse. Voló aproximadamente unos 150 metros, la distancia que separa la carretera del mar, pero antes de caer al agua golpeó brutalmente en las rocas más húmedas. No llegó a haber incendio, porque el coche inmediatamente fue engullido por el Mediterráneo, sin dejar rastro.

Nadie pudo explicar jamás qué fue lo que pasó dentro de ese Mini Cooper. Gracias a las cámaras de seguridad, a los radares, a los vecinos y a los conductores con los que se cruzó, se pudo reconstruir su recorrido. El trayecto se completó de menor a mayor velocidad, hasta terminar desbocado y volando por un acantilado, como si quisiera despegar, allá donde en el cielo los aviones que parten del Prat se escorzan para marcar el rumbo. Se tomó declaración a mucha gente, incluida su nueva pareja, pero nada anormal o significativo se pudo concluir.

***************

Una noche, muchos meses después, Ella se despertó sobresaltada en su lujoso apartamento de la Gran Manzana. Había tenido una intensa y vívida pesadilla.

El perfume, el maldito perfume de su cuerpo y de su ropa, el perfume que llevaba siempre para promocionar su marca, el perfume con el que se cubría antes de salir con su Mini había quedado impregnado de por vida en el cinturón de seguridad. El recuerdo provocado por el olfato, tan intenso, tan vívido, había hecho enloquecer a su ex marido en una carrera furiosa, triste, seguro demente, hasta terminar con su vida.

 

  • 1 comentario

    • cambiocorsa dijo:

      Bien,bien.