Ya hemos comentado que, bajo el nombre de Grand Prix, venían celebrándose desde las primeras décadas del siglo XX un conglomerado de pruebas diferentes en cuanto a los reglamentos, vehículos participantes, características de los circuitos y tipo de las mismas.
Se puede afirmar que el común denominador de toda esa amalgama era la emoción desbordante producida por tales eventos. Junto al ruido furioso de los motores, con demasiada frecuencia se producían espectaculares accidentes que comportaban de forma inevitable trágicas consecuencias, ante la práctica inexistencia de medidas de seguridad adecuadas.
Unido todo ello al avance producido por las prestaciones mecánicas de los coches participantes y las rivalidades nacionales, cada vez más evidentes, no debe extrañar que, quienes pilotando aquellos bólidos se alzaron con la victoria, llegaran a convertirse en auténticos ídolos y semidioses en sus respectivas naciones.
Este fenómeno, que se venía acentuando en la Italia fascista hasta finales de los años 20 y primeros años 30, pronto iba a cambiar en cuanto a su protagonismo con el resurgir de la industria alemana y la llegada al poder del nazismo.
Consecuencia de ello fue también la aparición de una generación de grandes pilotos alemanes dispuestos a arrebatarles la supremacía a los italianos y franceses dominantes hasta aquel momento. Quizá el más notable de todos ellos fuera Rudolf Caracciola.
Nacido en Remagen (Alemania) en 1901, Caracciola fue considerado por millones de compatriotas el mejor piloto de Grand Prix de su tiempo. Llegó a triunfar en un total de 16 GP, de ellos, 6 Grandes Premios de Alemania entre 1929 y 1939, pero su vida también discurrió entre el éxito y la tragedia.
En un tiempo en el que muchos de sus contemporáneos murieron en las pistas cuando aún eran muy jóvenes, Caracciola conquistó los laureles y los defendió muchas veces en circunstancias heroicas de sufrimiento personal.
Sobrevivió, prácticamente inválido desde su tercer accidente grave, hasta la edad de 58 años, vencido por una grave afección hepática que acabó con su vida en 1959.
Su primera victoria en el Grand Prix de Alemania de 1926 (Avus) con un Mercedes Monza le valió el apodo de “Regenmeister” (“Maestro de la lluvia”) dadas las difíciles condiciones climatológicas en las que se desarrolló la carrera. La forja del campeón había dado comienzo, destacando también la tercera posición del podio que obtuvo en el primer Grand Prix de Mónaco de 1929, al volante de un “mastodóntico” Mercedes SSK al que supo llevar por las reviradas calles del principado gracias a su fino estilo de conducción, superando a otros manejables Alfa Romeo, Maserati y Bugatti dominadores habituales en la época.
NOTA: el próximo capítulo de “Leyendas del pasado” estará dedicado a Bernd Rosemeyer.